El placer por lo narrado llega a nosotros mucho antes de saber leer, lo hace en forma de una voz conocida.
¿Serías capaz de volver al recuerdo de la primera historia que escuchaste, a las emociones que te despertó adentro?
Los primeros cuentos que recuerdo tenían un paisaje muy definido: un pueblo de la sierra de Béjar y me los traía la voz vibrante de mi abuelo, al que mis hermanas y yo llamábamos «el Brujo» porque, después de contarnos sus aventuras, nos hacía «aparecer» caramelos. Sus cuentos siempre empezaban igual: «Resulta que había una vez, en mi pueblo…», casi siempre «había caído una nevada y se veía todo blanco» y, después de muchas trastadas y aventuras que, además, tenían la magia de ser reales, todo acababa cuando llegaba la guardia civil.
Mis hermanas y yo nos criamos en una ciudad grande, a un océano de distancia de esas sierras, donde no nevaba nunca, ni se salía a cazar conejos, ni existía guardia civil. Así descubrimos muy pronto el poder de la palabra: la magia de evocar y recrear realidades lejanas, construir espacios, sensaciones, emociones… La magia de trasladarnos a otros tiempos y de, por un momento, ser otros, ser ese pícaro que cazaba conejos y robaba sandías, ese joven que llevaba serenatas y ese viajero que emigró para no volver.
El Brujo creaba para nosotras todo un mundo y lo creaba solo con un elemento: la palabra.
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